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Manuel da Silva me
esperaba en el bar del hotel. La barra estaba concurrida: grupos,
parejas, hombres solos. Nada más traspasar la doble puerta de
acceso, supe quién era él. Y él, quién era yo.
Delgado y apuesto,
moreno, con las sienes empezando a platear y un esmoquin de
chaqueta clara. Manos cuidadas, mirada oscura, movimientos
elegantes. En efecto, tenía porte y maneras de conquistador. Pero
había algo más en él: algo que intuí apenas cruzamos el primer
saludo y me cedió el paso hacia la balconada abierta sobre el
jardín. Algo que me hizo ponerme alerta inmediatamente.
Inteligencia. Sagacidad. Determinación. Mundo. Para engañar a aquel
hombre, iba a necesitar mucho más que unas cuantas sonrisas
encantadoras y un arsenal de mohines y pestañeos.
-No sabe cómo lamento
no poder cenar con usted pero, como le he dicho antes por teléfono,
tengo un compromiso previsto desde hace semanas -dijo mientras me
sostenía caballeroso el respaldo de una butaca.
-No se preocupe en
absoluto -contesté acomodándome con fingida languidez. La gasa
color azafrán del vestido casi rozó el suelo; con gesto estudiado
eché la melena hacia atrás sobre los hombros desnudos y crucé las
piernas dejando salir un tobillo, el principio de un pie y la punta
afilada del zapato. Noté cómo Da Silva no despegaba la vista de mí
ni un segundo-. Además -añadí-, estoy un poco cansada tras el
viaje; me vendrá bien acostarme temprano.
Un camarero puso una
champanera a nuestro lado y dos copas sobre la mesa. La terraza se
volcaba sobre un jardín exuberante repleto de árboles y plantas;
oscurecía, pero aún se percibían los últimos destellos de sol. Una
brisa suave recordaba que el mar estaba muy cerca. Olía a flores, a
perfume francés, a sal y verdor. Un piano sonaba en el interior y
desde las mesas cercanas surgían conversaciones distendidas en
varias lenguas. El Madrid reseco y polvoriento que había dejado
atrás hacía menos de veinticuatro horas me pareció de pronto una
negra pesadilla de otro tiempo.
-Tengo que confesarle
algo -dijo mi anfitrión una vez que las copas estuvieron
llenas.
-Lo que quiera
-repliqué llevándome la mía a los labios.
-Es usted la primera
mujer marroquí que conozco en mi vida. Esta zona está ahora mismo
llena de extranjeros de mil nacionalidades distintas, pero todos
proceden de Europa.
-¿No ha estado nunca
en Marruecos?
-No. Y lo lamento;
sobre todo si todas las marroquíes son como usted.
-Es un país
fascinante de gente maravillosa, pero me temo que le sería difícil
encontrar allí muchas mujeres como yo. Soy una marroquí atípica
porque mi madre es española. No soy musulmana y mi lengua materna
no es el árabe, sino el español. Pero adoro Marruecos: allí,
además, vive mi familia y allí tengo mi casa y mis amigos. Aunque
ahora resida en Madrid.
Volví a beber,
satisfecha por haber tenido que mentir tan sólo lo imprescindible.
Los embustes descarados se habían convertido en una constante en mi
vida, pero me sentía más segura cuando no necesitaba recurrir a
ellos en exceso.
-Usted también habla
un español excelente -apunté.
-He trabajado mucho
con españoles; mi padre, de hecho, tuvo durante años un socio
madrileño. Antes de la guerra, de la guerra española, quiero decir,
solía ir bastante a Madrid por asuntos de trabajo; en los últimos
tiempos estoy más centrado en otros negocios y viajo menos a
España.
-Probablemente no es
buen momento.
-Depende -dijo con un
punto de ironía-. A usted, al parecer, le van muy bien las
cosas.
Sonreí de nuevo
mientras me preguntaba qué demonios le habrían contado acerca de
mí.
-Veo que está bien
informado.
-Eso intento, al
menos.
-Pues sí, debo
reconocerlo: mi pequeño negocio no marcha mal. De hecho, como sabe,
por eso estoy aquí.
-Dispuesta a llevarse
a España las mejores telas para la nueva temporada.
-Ésa es mi intención,
efectivamente. Me han dicho que usted tiene unas sedas chinas
maravillosas.
-¿Quiere saber la
verdad? -preguntó con un guiño de fingida complicidad.
-Sí, por favor -dije
bajando el tono y siguiéndole el juego.
-Pues la verdad es
que no lo sé -aclaró con una carcajada-. No tengo la menor idea de
cómo son exactamente las sedas que importamos desde Macao; no me
ocupo de ello directamente. El sector textil…
Un hombre joven y
delgado de fino bigote, su secretario quizá, se acercó sigiloso,
pidió disculpas en portugués y se aproximó a su oído izquierdo
silabeando algunas palabras que no alcancé a oír. Fingí concentrar
la mirada en la noche que caía tras el jardín. Los globos blancos
de las farolas acababan de encenderse, las conversaciones animadas
y los acordes del piano seguían flotando en el aire. Mi mente, sin
embargo, lejos de relajarse ante aquel paraíso, se mantenía
pendiente de lo que entre ambos hombres ocurría. Intuí que aquella
imprevista interrupción era algo acordado de forma premeditada: si
mi presencia no le estuviera resultando grata, Da Silva tendría así
una excusa para desaparecer inmediatamente justificando cualquier
asunto inesperado. Si, por el contrario, decidiera que valía la
pena dedicarme su tiempo, podría darse por enterado y despedir al
recién llegado sin más.
Por fortuna, optó por
lo segundo.
-Como le decía
-prosiguió una vez ausentado el ayudante-, yo no me ocupo
directamente de los tejidos que importamos; quiero decir, estoy al
tanto de los datos y las cifras, pero desconozco las cuestiones
estéticas que supongo que serán las que a usted interesan.
-Tal vez algún
empleado suyo me pueda ayudar -sugerí.
-Sí, por supuesto;
tengo un personal muy eficiente. Pero me gustaría encargarme yo
mismo.
-No quisiera
causarle… -interrumpí.
No me dejó
terminar.
-Será un placer poder
serle útil -dijo mientras hacía un gesto al camarero para que
volviera a llenarnos las copas-. ¿Cuánto tiempo tiene previsto
quedarse entre nosotros?
-Unas dos semanas.
Además de tejidos, quiero aprovechar el viaje para visitar a
algunos otros proveedores, tal vez talleres y comercios también.
Zapaterías, sombrererías, lencerías, mercerías… En España, como
imagino que sabrá, apenas se puede encontrar nada decente estos
días.
-Yo le proporcionaré
todos los contactos que necesite, descuide. Déjeme pensar: mañana
por la mañana salgo para un breve viaje, confío en que sea cuestión
de un par de días nada más. ¿Le parece bien que nos veamos el
jueves por la mañana?
-Por supuesto, pero
insisto en que no quiero importunarle…
Despegó la espalda
del asiento y se adelantó clavándome la mirada.
-Usted jamás podría
importunarme.
Que te crees tú eso,
pensé como en una ráfaga. En la boca, en cambio, plasmé tan sólo
una sonrisa más.
Continuamos charlando
acerca de naderías; diez minutos, quince tal vez. Cuando calculé
que era el momento de dar por zanjado aquel encuentro, simulé un
bostezo y acto seguido musité una azorada disculpa.
-Perdóneme. La noche
en tren ha sido agotadora.
-La dejo descansar
entonces -dijo levantándose.
-Además, usted tiene
una cena.
-Ah, sí, la cena, es
cierto. -Ni siquiera se molestó en mirar el reloj-. Supongo que me
estarán esperando -añadió con desgana. Intuí que mentía. O quizá
no.
Caminamos hasta el
hall de entrada mientras él saludaba a unos y otros cambiando de
lengua con pasmosa comodidad. Un apretón de manos por aquí, una
palmada en el hombro por allá; un cariñoso beso en la mejilla a una
frágil anciana con aspecto de momia y un guiño pícaro a dos
ostentosas señoras cargadas de joyas de la cabeza a los pies.
-Estoril está lleno
de viejas cacatúas que un día fueron ricas y ya no lo son -me
susurró al oído-, pero se aferran al ayer con uñas y dientes, y
prefieren mantenerse a diario a base de pan y sardinas antes que
malvender lo poco que les queda de su gloria marchita. Se las ve
cargadas de perlas y brillantes, envueltas en visones y armiños
hasta en pleno verano, pero lo que llevan en la mano es un bolso
lleno de telarañas en el que hace meses que ni entra ni sale un
escudo.
La limpia elegancia
de mi vestido no desentonaba en absoluto con el ambiente y él se
encargó de que así lo percibiera todo el mundo a nuestro alrededor.
No me presentó a nadie ni me dijo quién era cada cual: tan sólo
caminó a mi lado, a mi paso, como escoltándome; atento siempre,
luciéndome.
Mientras nos
dirigíamos hacia la salida, hice un rápido balance del resultado
del encuentro. Manuel da Silva había venido a saludarme, a
invitarme a una copa de champán y, sobre todo, a calibrarme: a
tasar con sus propios ojos hasta qué punto valía la pena hacer el
esfuerzo de atender personalmente aquel encargo que le habían hecho
desde Madrid. Alguien a través de alguien y por mediación de
alguien más le había pedido como favor que me tratara bien, pero
aquello podía encararse de dos maneras. Una era delegando: haciendo
que me agasajara algún empleado competente mientras él se quitaba
la obligación de encima. La otra forma era implicándose. Su tiempo
valía oro molido y sus compromisos eran sin duda incontables. El
hecho de que se hubiera ofrecido a ocuparse él mismo de mis
insignificantes demandas suponía que mi cometido marchaba con buen
rumbo.
-Me pondré en
contacto con usted tan pronto como me sea posible.
Tendió entonces la
mano para despedirse.
-Mil gracias, señor
Da Silva -dije ofreciéndole las mías. No una, sino las dos.
-Llámeme Manuel, por
favor -sugirió. Noté que las retenía unos segundos más de lo imprescindible.
-Entonces, yo tendré
que ser Arish.
-Buenas noches,
Arish. Ha sido un verdadero placer conocerla. Hasta que volvamos a
vernos, descanse y disfrute de nuestro país.
Entré en el ascensor
y le mantuve la mirada hasta que las dos compuertas doradas
comenzaron a cerrarse, estrechando progresivamente la visión del
hall. Manuel da Silva permaneció frente a ellas hasta que -primero
los hombros, después las orejas y el cuello, y por fin la nariz -su
figura desapareció también.
Cuando me supe fuera
del alcance de su mirada y comenzamos a subir, suspiré con tal
fuerza que el joven ascensorista a punto estuvo de preguntarme si
me encontraba bien. El primer paso de mi misión acababa de
finalizar: prueba superada.